La
relación entre libertad y seguridad sufre en España un claro
desequilibrio a favor de la segunda, o en perjuicio de la primera, en
materia de seguridad ciudadana. Las tasas de delincuencia del país se
encuentran entre las más reducidas de Europa mientras las de población
penitenciaria destacan por su elevación entre las de los Estados de ese
mismo ámbito. Resulta paradójico: más presos de lo normal con menos
delincuentes de lo habitual al mismo tiempo.
Parece, en cualquier caso, un caso de inflación punitiva, en el que
los legisladores amplían constantemente el catálogo de infracciones de
las leyes penales, en un proceso expansivo en el que crecen los ámbitos y
las acciones criminalizados al tiempo que se agravan las condenas, con
lo que su aplicación se traduce en un insólito aumento de las
reclusiones –y de su duración–, en las que, por otra parte, no siempre
se materializa el componente educativo o de reinserción que convive en
las condenas con el retributivo o de castigo.
La criminalidad, además de ser reducida, tiende a la baja en España.
Según Eurostat, el sistema estadístico de la UE, el país pasó de
registrar 2.396.900 infracciones criminales –delitos y faltas– en 2008 a
2.268.900 en 2012, periodo en el que la cifra también se redujo en
otros quince países comunitarios. Y, según el Ministerio del Interior,
la delincuencia cayó a partir de entonces de una manera vertiginosa, ya
que el 2015 se cerró con un cómputo oficial de 2.035.625, que supone un
descenso ligeramente superior al 15% conforme avanzaba la crisis
económica. Esos datos situaron la tasa de criminalidad en 43,7 delitos y
faltas por cada 1.000 habitantes, “la más baja de los últimos doce
años”, señala el departamento que dirige Jorge Fernández Díaz. Más de la
mitad de los delitos de los que tienen conocimiento las fuerzas de
seguridad son robos y hurtos: 564.657 de los 993.596 denunciados entre
enero y junio, con un importante peso cuantitativo de los atracos a
personas y locales –30.773, más de siete por hora– y los asaltos a
viviendas –57.458, unos 315 por día–.
Estos datos sitúan a España en el grupo de países con menos delincuencia
de la UE. Concretamente, entre los cuatro últimos según la última
estadística del Ministerio del Interior. Solo Italia, Portugal y Grecia
mejoran su situación, que se encuentra a mucha distancia de la que se da
en países como Suecia o Bélgica, que triplican y duplican,
respectivamente, sus índices.
Duplicar en presos a los países con mayor criminalidad
Sin embargo, y por el contrario, España ocupa el décimo lugar en la
clasificación de los países comunitarios por su índice de población
reclusa: 150 presos por cada 100.000 habitantes que le sitúan al mismo
nivel que el Reino Unido, pese a que este sufre una tasa de criminalidad
dos tercios superior, y que hacen que duplique las de Suecia y
Dinamarca y que le saque un 50% a Bélgica, los tres países con mayores
índices de delincuencia de la UE.
La población penitenciaria se ha mantenido estable en España desde el
inicio de la crisis, con una ligera tendencia a la baja de apenas el 4%,
ya que pasó de los 64.228 presos con los que comenzó 2007a los 61.614
–de ellos, 7.032 preventivos– con los que cerró 2015 –los datos no
incluyen la población reclusa en Catalunya-, aunque con dientes de
sierra que reflejan que llegó a alcanzar un máximo de 76.079 al
finalizar 2009.
En el posterior descenso resultó clave la política criminal de José Luis
Rodríguez Zapatero, que en 2010 sacó adelante la única reforma del
Código Penal de 1995 que abrió las puertas de las cárceles hacia la
calle al reducir los castigos para el trapicheo de droga y las pequeñas
estafas y despenalizar el top manta –aunque también lo hizo en sentido
contrario al endurecer las condenas por corrupción y declarar
imprescriptible la persecución de los asesinatos y homicidios
terroristas– y que, en una medida a caballo entre el tratamiento legal
de la extranjería y la necesidad de desmasificar las prisiones, amplió
las posibilidades de que los extranjeros sin papeles condenados a penas
inferiores a seis años pudieran conmutar su encarcelamiento por la
expulsión y el regreso a su país con un destierro de entre cinco y diez
años.
¿A qué se debe esa extraña convivencia entre una baja tasa de
delincuencia y un elevado índice de población penitenciaria? El abogado
penalista y profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza Eladio
Mateo Ayala llama la atención sobre un eventual efecto ilusorio
provocado por la duración de las condenas. “Es posible que esa elevada
población penitenciaria venga de atrás y sea consecuencia del
cumplimiento de penas largas. Puede no haber una adecuación cronológica
entre presos y condenados en el periodo que trata la estadística”,
señala.
Más de 200 reclusos siguen con el código franquista
Algo de razón lleva cuando Instituciones Penitenciarias indica que 231
presos cumplen condenas dictadas con base en el Código Penal anterior a
1995. Solo 44 de ellos cumplen por terrorismo, mientras la lista incluye
a 17 traficantes, 42 ladrones, 29 violadores y 89 condenados por otros
delitos contra las personas. Les sale a cuenta mantener las condenas
basadas en las normas de 1973, código que contemplaba, entre otros
aspectos, la posibilidad de ir redimiendo la pena a cambio de trabajar
en el presidio. Ese sistema resultaba en ocasiones más apetecible para
los presos que las nuevas condenas, más cortas pero sin posibilidad de
redención.
“Se delinque menos”, ratifica Mateo Ayala, que desmonta una de las
leyendas urbanas sobre la normativa criminal. “Eso de que no se entra en
presidio cuando la pena no llega a los dos años no es cierto –explica–.
Es potestativo de cada tribunal, que, además de que la condena no
supere esa duración, tiene en cuenta otros dos aspectos como el hecho de
que sea un delincuente primario [sin antecedentes o con ellos
cancelados] y que haya cubierto la responsabilidad civil
[indemnizaciones] del asunto”. Y junto con esos requisitos, añade, “en
ocasiones se valora la peligrosidad del reo y su disposición a
reinsertarse”. Eso, en la práctica, hace que gente con condenas de unos
meses acabe cumpliéndolas entre rejas.
Coincide en el análisis con María Ángeles Rueda, profesora de Derecho
Penal en la misma facultad. “Una causa que puede explicar la elevada
tasa de población penitenciaria en España puede residir, por una parte,
en que el número de conductas que se consideran delictivas y que se
castigan con penas de prisión superiores a dos años es muy superior al
de otros países”, indica, antes de anotar que, desde 1995, “se han
producido casi 30 reformas del Código Penal, y casi todas ellas con una
ampliación del número de delitos y una agravación de las penas”.
Por otra parte, señala, “hay que añadir un notable endurecimiento de las
condiciones para que el delincuente pueda obtener una suspensión de la
ejecución de la pena de prisión o para lograr la libertad condicional”
como otro de los factores que explican esa elevada tasa de población
reclusa. Las estancias en prisión son prolongadas, ya que “quien ingresa
lo hace, salvo excepciones de menor duración, para más de dos años”.
“Para conseguir la libertad condicional –añade– es necesario cumplir con
una serie de requisitos que se han endurecido también”.
Delincuentes, delitos y penas, en cifras
La Estadística de Condenados del INE (Instituto Nacional de Estadística)
señala que el año pasado fueron condenados en España 222.862
delincuentes por 288.756 que acarrearon 247.600 penas de prisión. Algo
menos del 7,5% de ellas – 11.188 – superaron los dos años de duración y
en 1.934 de esos casos, los cinco. A ese número de reclusos que se
enfrentan a una prolongada estancia en prisión hay que añadir una parte
del 92,6% restante –141.749– que, sin superar los dos años que permiten
acceder a la suspensión de la pena, no podrán disfrutar ese beneficio
legal por no haber indemnizado a sus víctimas, no poder pagar las multas
–los tribunales impusieron 224.900- o tener antecedentes.
Dieciocho años atrás, en 1998, el número de personas condenadas fue de
110.672, algo menos de la mitad que el año pasado. Cuando el INE comenzó
a desglosar los datos, en 2007, la cifra de delincuentes se había
disparado a 147.160, la de delitos había subido a 213.740 y, sin
discriminar su duración, las penas de prisión ascendían a 121.217, a las
que había que sumar 11.796 casos de responsabilidad penal subsidiaria
–ingreso en prisión por incumplir algún apartado de la sentencia– y 776
arrestos de fin de semana –cuyo cumplimiento entre rejas era ineludible
por mucho que su duración conjunta fuera breve–, además de 369 castigos
de localización permanente, que normalmente se cumplían en el domicilio
señalado por el reo.
Casi la tercera parte de esas 11.188 penas de más de dos años de prisión
–3.537– corresponden a delitos contra el patrimonio, otras 741 tienen
su origen en homicidios y asesinatos –consumados e intentados–, 760
serán purgadas por agresores sexuales y 666 se derivan de lesiones.
Parte de estas últimas proceden de casos de violencia de género, aunque
la estadística no las discrimina de otro tipo de agresiones físicas.
Sin embargo, llama la atención el peso que han adquirido los delitos
contra la seguridad colectiva, con 4.282 condenas de más de dos años de
duración. Este concepto, regulado en el título XVII del Código Penal,
engloba, entre otros, los incendios, el tráfico de drogas y los delitos
contra la seguridad vial, uno de los grupos en el que desde finales de
los años 90 más ha crecido el número de conductas criminalizadas y más
ha aumentado la severidad de los castigos que acarrea cometerlas. Los
delitos al volante, de hecho, suponen casi el 90% de las infracciones
contra la seguridad colectiva, con 89.445 de un total de 102.164,
seguidas muy de lejos por el tráfico de drogas, con 12.415.
¿Una política criminal sin base criminológica?
Rueda, por último, echa en falta una mayor presencia de la criminología
en las medidas establecidas por el legislador en la lucha contra la
criminalidad. “Tenemos una carencia de estudios criminológicos –señala–
que nos ayuden a comprender las condiciones que favorecen la
criminalidad en nuestra sociedad”. Ese tipo de trabajos, explica,
“pueden conducirnos a adoptar medidas no estrictamente penales para
combatir determinadas formas de delincuencia”, ya que “reformar
constantemente nuestro Código Penal ampliando el catálogo de las figuras
delictivas o agravando sus penas no suele ser la mejor decisión para
reducir la tasa de delincuencia, y un ejemplo de ello lo tenemos en el
tratamiento penal de la denominada violencia de género”.
“A pesar de la profusa regulación punitiva de esta forma de violencia,
que se castiga con penas de prisión entre otras, no se reduce su
presencia”, anota, lo que“pone de relieve que para combatir este tipo de
criminalidad no es suficiente el endurecimiento de la respuesta penal.
Por el contrario, es imprescindible estudiar sus causas y proponer
medidas que permitan aminorar sus efectos”.
Entre los pocos estudios que abordan la desmesurada relación entre
delincuencia y población penitenciaria en España se encuentra el
reciente Informe ROSEP, elaborado por la Red de Organizaciones Sociales
del Entorno Penitenciario, que concluye que “España no es un país
inseguro”, con una tasa de delincuencia inferior a la media europea en
un 27%. “Sin embargo –añade–, nuestra tasa de encarcelamiento es la
tercera más alta de Europa, un 34% por encima de la media. Encarcelamos a
133 personas por cada 100.000 habitantes, más del doble que Finlandia,
Suecia o Dinamarca. La población penitenciaria se ha multiplicado por 8
en los últimos 40 años y sólo en los últimos 20 años hemos pasado de
40.000 a 60.000 personas encarceladas. Este aumento no se ha debido a un
aumento de la criminalidad sino a que la duración de las penas ha
aumentado”. Tanto como para duplicar a la media europea y multiplicar
por nueve las de países como Dinamarca.
Rueda echa en falta una mayor presencia de la criminología en las
medidas establecidas por el legislador en la lucha contra la
criminalidad
El tercer grado y la condicional desploman la reincidencia
ROSEP considera “posible reducir el número de personas encarceladas sin
que aumente la criminalidad ni la alarma social” aplicando “medidas
alternativas a la prisión para los delitos más comunes”. Y, como
muestra, resalta que desde 2010, con la reducción de las penas por la
venta de drogas al menudeo, la expulsión de los presos de origen
extranjero y la menor aplicación de la prisión preventiva por parte de
los jueces, “la población penitenciaria se ha reducido en 14.000
personas y la tasa de delincuencia ha seguido descendiendo”.
“El exceso de población penitenciaria en nuestro país se corresponde con
un déficit en nuestro Estado del Bienestar”, concluyen, ya que “el 60%
de las personas presas lo están por delitos contra el patrimonio (robos y
hurtos) y delitos contra la salud pública (tráfico de drogas)”,
mientras que otro “65% tiene problemas de drogodependencia y un 8%
problemas graves de salud mental”.
Sin embargo, no es la política criminal, a menudo diseñada de manera
vehemente y a golpe de noticiario, lo único que falla en el sistema. Un
estudio de la Generalitat de Catalunya cifra la tasa de reincidencia en
el 34%. “Siete de cada diez personas excarceladas han vuelto a la
prisión en los cinco años posteriores de seguimiento”, señala el
informe, que contiene dos datos de alto interés criminológico: la
reincidencia baja al 18,1% cuando el preso ha regresado a la calle a
través de un tercer grado, un régimen progresivo de libertad que exige
que tenga un trabajo, y se desploma hasta el 11,6% cuando el recluso ha
estado en libertad condicional.
Eduardo Bayona